martes, 29 de julio de 2008

Gofres, creppes y nata montada

Era una calurosa y anodina tarde de verano en la cafetería donde nuestro héroe se tomaba su ya habitual creppe de chocolate con nata y rodajas de plátano, acompañado de un refrescante zumo de piña, cuando ella apareció. Nuestro héroe no podía dejar de mirar aquella chica pelirroja, de ojos marrón claro como la miel y de piel blanca como el azúcar glas, sí, igual que el azúcar que le manchaba la comisura de los labios cuando ella le devolvió la mirada sólo de pasada, estaba claro que ella no se había fijado en él o no le había prestado el más mínimo interés; por más nata que tuviera en la punta de la nariz, dudaba de que aquella belleza sobrenatural se percatara de su existencia. Ella se dirigió tranquilamente hasta una mesa situada a dos de distancia de la suya y se sentó suavemente sobre una silla, entonces el camarero se acercó y preguntó a la muchacha que quería tomar, ella parecía tener clara su elección: un gofre de chocolate con fresas y nata montada junto a un zumo de melocotón. Ésto hizo fantasear a la imaginación de nuestro héroe con una escena más que conocida de la película “Nueve semanas y media”, le gustaba la idea de que ellos dos pudieran compartir gustos similares a la hora de la merienda.

La cafetería era un lugar bastante idóneo para ir en pareja, acogedor y tranquilo. El interior del local no era visible del todo desde el exterior, sino que se adentraba en el edificio hasta dar a un pequeño patio interior donde se guardaban las botellas de cristal vacías y mesas y sillas de terraza que nunca se utilizaban. Las paredes estaban forradas de un papel amarillo a rayas verticales en su mitad superior y uno rojo pasión en la inferior, con un zócalo de madera de pino teñida con un barniz oscuro haciendo de frontera entre los papeles. Pasada la entrada se encontraba una barra de madera laqueada de rojo y un mármol de imitación cálido al tacto sobre el cual el dueño había dispuesto ya unos platillos para las tazas de café, con sus dos sobres de azúcar y su cucharilla, ocupando gran parte de la barra. Las mesas y las sillas eran de hierro pintado de negro, sobre las mesas, que eran redondas, se extendía una lámina blanca de melamina y las sillas tenían un respaldo compuesto de una rejilla de alambre también negro y un pequeño cojín rojo oscuro en su asiento. El suelo estaba compuesto de baldosas de terriza marrón cuyas juntas estaban bien acabadas con una pintura blanca. Finalmente, la decoración mostraba cuadros en las paredes y algunos estantes con figurillas de porcelana, latas antiguas de conservas, algún florero con jazmines blancos y campanillas rojas, todas ellas de plástico y poca cosa más. Ese día no había demasiada gente, sólo habían cuatro mesas ocupadas y un par de clientes en la barra.

Nuestro héroe se sentía incómodo ante la pelirroja, ya no podía comerse su creppe tranquilamente como llevaba haciendo todo el verano. Ella era deslumbrante, una ensoñación, etérea e inalcanzable, desposeía a nuestro amigo de la razón, le hacía desviar su mirada hacia sus pecas esparcidas por sus mejillas, sus cejas perfiladas que daban paso a sus ojos de panal de abeja custodiados por unas largas pestañas que abanicaban el aire suavemente, conformando una mirada atrevida que atrapaba el alma de los hombres y los hacía esclavos de sus deseos. Sus labios sonrosados y delgados escondían una sonrisa cristalina y encantadora capaz de provocar cruentas guerras entre monarcas para disputarse su amor. Su cuello delgado evocaba los besos más tiernos que un hombre pudiese imaginar, bajando hacia sus pechos, no muy grandes pero tersos y respingones dando cuenta de su juventud. Sus delgados hombros, sus delicados brazos, sus manos, todo ello daba a entender que su piel era suave y aterciopelada. Su vientre y sus caderas dibujaban curvas de locura que daban paso a unas largas y esbeltas piernas que conducían a sus pies, con los dedos pequeñitos, una cierta rojez en las plantas, unos puentes pronunciados, unos tobillos delicados, en definitiva, unos pies que pedían, no..., exigían besar el suelo por donde pasaban.

Nuestro héroe sentía el corazón a mil latidos por minuto, el pecho le ardía, el vientre le cosquilleaba, no soportaba más esa sensación, y menos cuando ella se recostó encima de la mesa, sacó su pie derecho de su chancla, lo elevó y lo situó debajo de su muslo izquierdo. Ahora la espalda de la muchacha era un tobogán de fantasía mientras ella leía, seguramente por curiosidad, el resto de la carta de repostería del local y se mecía su largo cabello ondulado rozando su oreja izquierda con los dedos. Cualquier hombre hubiera sucumbido ya cien veces ante esa visión, y Nuestro héroe no fue menos, se sentía desahuciado y al borde de la locura, le empezaron a temblar las piernas como si fuera a levantarse de la silla de un salto, quería hablar con la chica y hacerla suya.

Al fin se levantó valiente y decidido, como el aventurero que va en busca de la gloria y la fortuna, se plantó justo al lado de la chica, ésta alzó la mirada clavándola a la suya con gesto indiferente. Era un momento crucial, ahora él debía decir algo interesante pero que resultase natural, algo con lo que romper el hielo, pero en vez de eso se maldijo por no haber pensado lo que iba a decir antes de plantarse allí de pié. Transcurridos cinco segundos de angustioso silencio, nuestro héroe giró noventa grados y emprendió rumbo al lavabo, una vez dentro cerró la puerta, echó el pestillo, se miró al espejo y sintió un estremecimiento por la espina dorsal al ver el azúcar glas alrededor de su boca y aquel pegote de nata en su nariz. ¿Cómo era posible? ¿Parecía un payaso? ¿Por qué no se había limpiado la cara antes? Ahora la ventanilla del lavabo parecía la escapatoria más lógica de esta situación. Sin embargo se convenció de que debía mantener la compostura, volver a sentarse en su sitio, acabarse el creppe, pagar la cuenta e irse como un hombre, con la cabeza alta por haber intentado entablar conversación con aquella chica.

La puerta del lavabo se abrió, de ella surgió nuestro héroe aparentando normalidad, se encaminó hacia su mesa, se sentó y continuó comiendo su creppe. Se sorprendió al no oír risas ni comentarios sobre lo ocurrido, eso lo tranquilizó ya que significaba que no había llamado la atención de todos los allí presentes, lo que no lo tranquilizó fue la frialdad de la chica, que ahora ya se estaba comiendo su gofre de chocolate, fresas y nata montada. Él dio un sorbo a su zumo, volvió la vista a su plato, cogió el último trozo de creppe con el tenedor y se lo metió en la boca saboreándolo lo mejor que pudo. Seguidamente volvió a alzar la vista y se topó con la penetrante mirada de la pelirroja, solo que esta vez era ella la que tenía un pegote de nata en la nariz y un churrete de chocolate en la barbilla. Entonces nuestro héroe pensó que ella trataba de ser amable por lo del altercado anterior, y él, siguiendo la broma, se dispuso a hacerle una señal con el dedo índice apuntando a su propia barbilla para hacerle entender a la joven que tenía chocolate por esa zona. Ella vio el gesto y se empezó a reír, enseñando sus dientes manchados de chocolate, y enseguida él se dio cuenta de que seguía teniendo el azúcar glas en su boca y el pegote de nata en su nariz, por lo que los dos acabaron riendo ante la perplejidad de todos los demás.